Una sociedad no desaparece por el simple hecho de dejar de operar. Mientras no se acuerde formalmente su disolución y liquidación, la persona jurídica sigue existiendo y, con ella, las posibles responsabilidades de sus administradores.
Por eso, cuando se decide no continuar con la actividad de una sociedad o concurren causas legales de disolución, resulta esencial iniciar el proceso de cierre ordenado para evitar problemas y responsabilidades futuras.
¿Cuándo debe disolverse una sociedad?
El artículo 363 de la Ley de Sociedades de Capital (LSC) recoge varias causas de disolución: desde la inactividad prolongada o la pérdida del patrimonio neto por debajo de la mitad del capital social hasta la paralización de los órganos sociales o la imposibilidad manifiesta de cumplir el objeto social.
- Cese de la actividad o inactividad prolongada. Si la sociedad deja de ejercer su objeto social y permanece inactiva durante más de un año, se considera causa legal de disolución.
- Pérdidas graves que reduzcan el patrimonio neto. Cuando las pérdidas dejan el patrimonio neto por debajo de la mitad del capital social, salvo que se adopten medidas para reequilibrarlo (aumento o reducción de capital), la sociedad debe disolverse o solicitar concurso en el plazo de dos meses.
- Imposibilidad de cumplir el objeto social. Si resulta manifiestamente imposible alcanzar el fin para el que la sociedad fue creada (por ejemplo, pérdida de licencias esenciales o desaparición del mercado), procede la disolución.
- Paralización de los órganos sociales. Cuando existe un bloqueo entre los socios o en el consejo de administración que impide el funcionamiento normal de la sociedad.
- Reducción del capital social por debajo del mínimo legal. Si tras una reducción de capital el nuevo importe queda por debajo del mínimo exigido por la ley para ese tipo societario concreto.
- Desequilibrio entre acciones o participaciones sin voto. Si las participaciones o acciones sin voto superan la mitad del capital desembolsado y no se corrige en el plazo de dos años.
- Causas estatutarias. Los estatutos pueden prever otras causas específicas de disolución (por ejemplo, alcanzar un determinado objeto, duración limitada, o la voluntad de los socios).
También puede acordarse la disolución por decisión voluntaria de los socios, adoptada por mayoría suficiente, sin que sea necesario que exista una causa legal.
En cualquier caso, una vez acordada la disolución, la sociedad entra en fase de liquidación, en la que los liquidadores —que sustituyen a los administradores— deben concluir las operaciones pendientes, formular inventario y balance, pagar deudas y distribuir el eventual remanente entre los socios.
La extinción definitiva se formaliza mediante escritura pública de extinción e inscripción en el Registro Mercantil, donde se cancelan todos los asientos. A partir de ese momento, la sociedad se considera extinguida y debe tramitarse su baja en Hacienda, la Seguridad Social y los demás organismos públicos.
El cerrojazo o cierre de hecho
En la práctica, no es raro que algunas empresas cesen su actividad sin acordar formalmente su disolución ni solicitar el concurso de acreedores, lo que se conoce como el “cerrojazo” o cierre de hecho.
Esta inacción supone un incumplimiento claro de los deberes legales del administrador, que está obligado a actuar con diligencia: convocar Junta cuando exista causa de disolución o solicitar el concurso si la sociedad se encuentra en insolvencia actual. No hacerlo puede derivar en responsabilidad personal.
Por tanto, dejar una sociedad “muerta” sin disolver ni llevar a concurso de acreedores no evita problemas, sino que los agrava: el administrador continúa siendo responsable y puede llegar a responder con su propio patrimonio por deudas que, de haberse actuado a tiempo, habrían quedado limitadas a la sociedad.
¿Hasta dónde responde el administrador ante su incumplimiento?
La Ley de Sociedades de Capital establece que el administrador responde solidariamente con la sociedad por las deudas contraídas después de que surgiera una causa de disolución, si no adoptó las medidas necesarias —como convocar Junta para disolver o solicitar el concurso de acreedores—.
Ahora bien, esta responsabilidad no se extiende automáticamente a todas las deudas. La jurisprudencia ha dejado claro que el mero incumplimiento formal del administrador no basta por sí solo para imputarle el impago: es necesario que su inacción haya tenido una incidencia directa en la falta de cobro del crédito.
En otras palabras, el administrador solo responderá personalmente si se acredita que, de haberse actuado a tiempo y de forma ordenada, la sociedad habría podido atender total o parcialmente sus obligaciones. De lo contrario, el impago se atribuye a la situación económica de la empresa, no al incumplimiento del administrador.
Por eso, actuar con rapidez y diligencia ante los primeros signos de insolvencia o desequilibrio patrimonial es clave para evitar responsabilidades y proteger tanto el patrimonio personal del administrador como el interés de los acreedores.
En resumen
El administrador no puede “mirar hacia otro lado” ante una causa de disolución o una situación de insolvencia. Su deber no es solo legal, sino también profesional: actuar con diligencia para cerrar ordenadamente la sociedad y proteger los intereses de socios y acreedores.
Ignorar esta obligación y dejar una empresa “muerta” sin liquidar puede salir caro, tanto en términos de responsabilidad patrimonial como de reputación profesional.
